domingo, 13 de agosto de 2017

Barrio de Santa Cruz (Sevilla, España)

Es un barrio repleto de leyendas de arte, de amor, de fe o de muerte, que se renuevan en cada paseo, refrescadas en la memoria por el evocador nombre de sus calles. Algunas son del tiempo de los judíos, tras, de andanzas de amor y caballería, de gentes de armas, de jóvenes atrevidos e, incluso de reyes, como los sucesos que, según cuentan, vivió aquí Pedro I.
 
Como la sensualidad escapa a cualquier plan preconcebido, lo mejor es adentrarse en el barrio sin prisas, incluso prescindiendo de las pautas de la guía. En alguna medida las casas encaladas, las rejas, los patios... parecen ideados para el encuentro casual de los visitantes perdidos.
 
La entrada se efectúa por el patio de Banderas. Es un paso porticado cubierto, muy al uso judío, que recibe el nombre oficioso de Callejón de los Suspiros y es parte de la calle de la Judería, la entrada de uno de los tres núcleos del gueto judío.

 
El trazado de las calles sigue siendo en lo sustancial el que tuvo cuando formaba parte de la Aljama sevillana. son judías las angosturas de las calles, los patinillos y las fachadas encaladas.
 
La evolución urbanística del barrio ha sido constante desde el tiempo de los romanos. El espacio de Santa Cruz formaba parte de la romana ciudad rectilínea y se encontraba en las proximidades del cardus, o vía principal de la calle Abades.
 
El consabido desapego germano por el urbanismo no dejó huella pero los árabes lo transformaron en un barrio de pasos tortuosos y estrechos, que surgían irregularmente, sin planificación. A los árabes se debe la interiorización de las casas, donde la condición social de su morador quedaba encerrada tras fachadas y puertas, siendo tortuoso con el renacimiento artístico pero fue el tiempo de la extroversión. Las fuentes públicas medievales, pegadas a los muros, se desplazaron al centro de las plazas, se ampliaron algunas calles y las puertas se derribaron para convertirse en una fachada exterior, que se prolongaba en el patio interior. Quedó así convertido en un barrio de casas renacentistas sobre planta medieval. El barroco, con la idea urbanística de que los decorados tienen una función, desarrolló esta extroversión con el coloreado de las casas. Algunas de ellas lo mantienen.
 
El barrio sufrió seriamente con los franceses de la Revolución, que, además de apropiarse de obras de arte, se empeñaron en derribar otras calles para hacer de Sevilla una ciudad de vías amplias, al estilo europeo.
 
Durante el siglo XIX la casa sevillana retoma la tradición renacentista y culmina la exteriorización esas cancelas de hierro que dejan el interior prácticamente en la calle.
 
En el tiempo de romanticismo estas viviendas ya estaba habitadas por miembros de la nobleza, artistas, anticuarios, escritores y extranjeros, como Washington Irving, George Denis o Richard Ford, que elevaron la vida de los patios sevillanos casi a categoría de mito.
 
En los años veinte del siglo pasado se llevó a cabo la vituperada reforma promovida por el marqués de La Vega Inclán, hombre propulsor del turismo moderno.
 
Ciertamente era patente que el barrio necesitaba un acondicionamiento higiénico sanitario. Santa Cruz estaba cerrado, no tenía espacios verdes y la estrechez de las calles impedía la renovación del aire con regularidad. También es verdad que para esta reforma el rey cedió una parte de la Huerta del Retiro, la que hoy forma los jardines de Murillo; pero los criterios estéticos que siguió el marqués para embellecer el barrio fueron motivo de críticas. Se le acusa de haber falseado la realidad en aras de la rentabilidad del tópico, de haber llevado a cabo un urbanismo que solo tenía como finalidad la de adecuarse a las leyendas creadas por aquellos viajeros románticos del siglo XIX.

En la ciudad se sabe que este no es un barrio histórico, se conoce su teatralidad y la internacionalidad de su puesta en escena pero los ciudadanos lo han aceptado y se sienten orgullosos del mismo. Eso es lo único que vale aquí para hacerlo indiscutiblemente sevillano.

La calle de la Judería termina en lo que se conoce como las Cadenas, donde se encuentra la otra reja que comunica con las casas del Patrimonio Nacional del patio de Banderas. Estas cadenas, que parecen puestas como impedimento para el paso de carruajes, se sustentan en dos columnas de no más de medio metro de altura, y es tradicional el dicho de que quien salta por encima no se casa. El callejón conduce a la calle vida y desde aquí al callejón del Agua, que recibe el nombre por el agua que discurría sobre el muro del alcázar. Es uno de los más típicos y destacados por los artistas en pintura, literatura y música,

Al principio del callejón está la calle Pimienta, que conduce a la calle Susona. Son dos vías que deben el nombre a leyendas de cuando aquí estaba la judería.

La calle Susona conduce hasta la plaza de Doña Elvira, lugar donde se encontraba un famoso corral de comedias, que fue donde inició la carrera Lope Rueda.

Por la calle Gloria se llega hasta la plaza de los Venerables, que más que una plaza es una explanada cerrada, donde se puede visitar el hospital de los Venerables Sacerdotes, fundado en 1675 por Justino Neve, amigo de Murillo. En aquellos tiempos muchos sacerdotes pobres o enfermos se veían en la obligación de pedir limosna. Se creó la orden y se estableció que podrían pertenecer a ella los miembros de la hermandad de los Viejos, los descendientes y sucesores del título de Veragua, familia de Cristóbal Colón, y los eclesiásticos y seglares que demostraran ser «personas de juicio, y con buenos antecedentes». Este fue el primer templo consagrado a San Fernando, el rey de la Reconquista, canonizado mientras se edificaba. Es uno de los edificios más notables del barroco sevillano y una de las primeras obras conocidas de Leonardo de Figueroa. De su patio se dice que es genuino ejemplar arquitectónico de la Sevilla de verdad. Tiene planta cuadrada, pavimento de ladrillos y agradable sombra de naranjos. En otro nivel más alto se levantan cuatro galerías de arcadas con una fuente en el centro.

Para acceder al patio hay que pasar por la iglesia, que tiene un retablo mayor del siglo XIX. Entre el patrimonio de este templo se encuentran obras de Valdés Leal, Herrera el Viejo, Alonso Cano, Martínez Montañés, Pedro Roldán, y dos bronces sobre la vida de Cristo, de Rubens.

Continuando por la calle Ximénez de Encisco se llega al cruce con la calle Santa Teresa, en la cual, en el número 8, se halla el último hogar de Murillo, muerto aquí tras caerse de un andamio mientras pintaba en Cádiz Los desposorios de Santa Catalina. Esta vivienda es ahora la sede de un organismo oficial dedicado al flamenco.

Justo enfrente está el convento de San José, de principios del siglo XVII, más conocido como «Las Teresas» porque es aquí donde se instalaron las carmelitas doce años después de que Santa Teresa de Jesús trasladara el convento a lo que es ahora la Calle Zaragoza. En el templo se guardan reliquias de las santa, entre las que destaca el manuscrito de Las Moradas.

Desde Ximénez de Enciso se sigue hasta encontrar la confluencia de las calles Fabiola y Cruces. El recorrido continúa por la calle Cruces pero para los visitantes ingleses cabe recordar que en la calle Fabiola, señalada con una placa, está la casa de nacimiento del intelectual Nichola Wiseman, autor de la célebre novela sobre los primeros cristianos, titulada Fabiola, quien marchó a Londres y fue el primer arzobispo de Westminster.

Desde la plaza de los Refinadores, donde se encuentra la estatua de bronce de Don Juan, personaje inmortalizado por Tirso de Molina, Molière, Straus y otros muchos más o menos ventura pero, sobre todo, por la fantástica ópera del genial Mozart, se llega a la calle Mezquita y desde allí a la plaza de Santa Cruz, que da nombre al barrio. Ocupa el solar de la principal sinagoga de la judería, convertida en 1391 al cristianismo y derribada en 1810 por las tropas francesas del mariscal Soult. En el centro de la plaza se alza la cruz de la Cerrajería, hermosa pieza de hierro forjado, labrada en 1692 por Sebastián Conde. Una mirada atenta a la cruz descubre que en sus cuatro extremos tiene unas cabezas de serpiente con su correspondiente lengua bífida.

Se sale de Santa Cruz por la plaza de Alfaro, plazoleta inmortalizada por Rossini porque es aquí donde se encuentra el balcón que protegía la hermosura de la Rosina, el que sirvió de escenario para sus conversaciones amorosas con el conde de Almaviva y el mismo al que cantaba Fígaro con su desenfadada sensualidad en la ópera El barbero de Sevilla.


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