La avenida del Cid concluye en la encrucijada de la glorieta de San Diego, con el intenso verdor del Parque de María Luisa al fondo.
A partir de ahora el itinerario tiene como fondo el paisaje del parque pero el recorrido por su interior solo se detendrá antes las grandes construcciones que se levantaron para la Exposición Iberoamericana de 1929.
La glorieta de San Diego, más conocida como glorieta del Cid, fue la fachada y puerta principal de la Exposición. Del conjunto ornamental que se dispuso para recibir al visitante quedan las columnatas, obra del arquitecto Vicente Traver, y el grupo escultórico que se contempla entre las avenidas de Isabel la Católica y María Luisa. Es un tríptico de tradición clásica, con tres bellas figuras femeninas y fuente a los pies. Las esculturas laterales son obra de Pérez Comendador; la central, más grande, está firmada por Delegado Brackembury.
En el centro del paseo de Isabel la Católica, se encuentra un monolito de piedra en homenaje a Rubén Darío, "Cantor de la Raza", como queda inscrito en la leyenda de la piedra. El monolito sirve de punto de encuentro para los escritores y americanistas, que acuden cada 12 de octubre, día de la Hispanidad, para la celebración de un acto conmemorativo.
La salida a la avenida de María Luisa se encuentra con las dos edificaciones que integraron el pabellón de Sevilla y que fueron el emblema de la ciudad durante la Exposición del 29.
Son dos testimonios importantes del esmero y la grandeza con la que se quiso culminar la presentación de un acontecimiento, que, a pesar de sus calamitosos resultados económicos, modernizó la ciudad y sirvió de revulsivo para una sociedad que se mantenía andada en el siglo XIX.
A principios de este siglo, cuando Sevilla presentó la iniciativa de organizar un encuentro de países iberoamericanos, España estaba intentado superar el impacto de la pérdida colonial del 98 con un esfuerzo de integración en Europa. La propuesta de esta ciudad, de histórica vocación americanista, suponía además salir al encuentro de nuevos mercados ultramarinos. El gobierno aprobó la celebración de la Muestra en 1909, pero era del todo imposible imaginar que no se llegaría a inaugurar hasta 1929, en plena crisis internacional.
Como conclusión, el país no sacó nada de la Exposición, y Sevilla, además de arruinarse por completo, perdió la oportunidad de experimentar con las nuevas corrientes arquitectónicas del modernismo porque se había sumido en un acalorado debate sobre la definición de un estilo y un sello puramente regional.
Algo de esto sucedió con el Casino de la Exposición, que se levanta sobre el terreno de San Diego, un convento franciscano del siglo XVI, del que solo queda el conmemorativo nombre de la plaza.
El Casino de Sevilla, con sorprendente columnata y bóveda en el Gran Salón, comunica por la parte trasera con el teatro de la Exposición, que hoy recibe el nombre de Lope de Vega. Son dos obras barrocas, ejecutadas sobre los planos de Vicente Traver, sucesor de Anibal González, arquitecto rector de la Exposición, que para entonces ya había abandonado el cargo por discrepancias con la organización.
La Muestra no pudo ser celebrada en 1912, primera fecha prevista, porque se cedió ala Feria de Industria y Comercio de Bilbao; tampoco en 1914, por el estallido de la Primera Guerra Mundial, ni más tarde, con las prisas de la Dictadura de Primo de Rivera, que tuvo que dejar de pasar el día señalado en 1927 por otro en febrero de 1929, también reemplazado por la muerte de la reina madre. Por fin se abrió en mayo de ese mismo año del crack internacional.
Después de tanto esfuerzo la Exposición se inauguró en el mal año y al final a punto de no pasar de una jornada.
El primer día, después de los actos inaugurales, los reyes cenaron en el casino y pasaron al palco real del teatro para asistir a la representación de El vergonzoso en Palacio, de Tirso de Molina. Los representantes de los países extranjeros ocuparon sus localidades y admiraron el majestuoso decorado interior de un teatro que se diseñó, fiel al boato de moda en el siglo XIX, con paneles de oro, sedas adamascadas y todo lujo de detalles en vestíbulos, plateas y artesonados.
También se encontraban allí, ocultos entre el público de la cuarta planta, el anarquista italiano, consignado para acabar con la vida de tan ilustre concurrencia, y el comisario de policía, que logró detenerlo antes de que cayeran dos cilindros de acero sobre el palco de los reyes. Al fin todo acabó con el estallido de las bombas en el río Guadalquivir, pocos minutos después de que hubiera comenzado la representación.
Enfrente del teatro se encuentra una pequeña puerta de acceso al parque, que nos conducirá hasta el monumento al sevillano Gustavo Adolfo Bécquer.
Este monumento se realizó rodeando un frondoso árbol, plantado en 1850, que, a pesar de los temores, ha sabido crecer respetando las dimensiones de la escultura. Es un homenaje al romanticismo, realizado por el sevillano Lorenzo Coullaut Valera, en el que aparecen, además del busto del poeta, dos esculturas alegóricas al amor herido y al amor que hiere, y tres hermosas figuras femeninas, que representan el amor ilusionado, el poseído y el perdido.
Sevilla, acusada de ser el refugio de los valores y las ideas inmovilistas en las artes y las letras, fue, sin embargo, la ciudad que más cerca vivió la eclosión nacional de la poesía moderna; el Nobel onubense, Juan Ramón Jiménez, con la mirada fija en Sevilla, quiso nombrarla capital poética de España.
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